viernes, 25 de mayo de 2012

Mil soles espléndidos

Como una aguja de una brújula apunta siempre al Norte, así el dedo acusador de un hombre encuentra siempre a una mujer.

Recordó que Nana le había dicho en una ocasión que cada copo de nieve era el suspiro de una mujer a la que habían ofendido en algún lugar del mundo. Que todos los suspiros subían al cielo, formaban nubes y luego se deshacían en trocitos diminutos que caían silenciosamente sobre las personas. <<Para recordar cuánto sufren las mujeres como nosotras. Con cuánta resignación soportamos todo lo que nos toca sufrir.>>


El matrimonio puede esperar; la educación no.


Una sociedad no tiene la menor posibilidad de éxito si sus mujeres no reciben educación.


Durante esa semana, Laila llegó a un convencimiento: de todas las penalidades que debía arrostrar una persona, la más dura era la espera.


Nunca dejaría una huella indeleble, como habían hecho sus hermanos, porque el corazón de su madre era como una playa donde las huellas de Laila se borrarían siempre bajo las olas de su dolor, que crecían y se estrellaban contra la arena, una y otra vez.


Confía tu secreto al viento, pero luego no le reproches que se lo cuente a los árboles. - Laila


Lo peor de haberse salvado era preguntarse quién había caído.


Su sombra surgía junto a ella en todos y cada uno de sus recuerdos…


Mariam oyó hablar de mujeres que se suicidaban por miedo a ser violadas, y de hombres que mataban a sus esposas o hijas, si las habían violado, apelando a su honor.


    Había pasado aquellos años escondida en un recoveco de su propia mente, en un campo seco y estéril, ajena a deseos y lamentos, a sueños y desilusiones. Allí el futuro carecía de importancia y el pasado sólo contenía una lección: que el amor era un error dañino, y su cómplice, la esperanza, una ilusión traicionera. Y siempre que esas dos venenosas flores gemelas empezaban a brotar en la cuartelada tierra de su campo, Mariam las arrancaba de raíz. Las arrancaba y las aniquilaba antes de que pudieran crecer.
    Pero sin saber cómo, en los últimos meses, Laila y Aziza se habían convertido en prolongaciones de su propio ser, y sin ellas, la vida que había soportado durante tanto tiempo, de repente le parecía insufrible.


El recuerdo de aquel día era una reliquia que ya no reconocía como suya.


Pensó en su tartamudeo y en lo que le había explicado antes su hija sobre fracturas de placas y potentes colisiones que ocurrían en las profundidades de la Tierra, y en que a veces en la superficie sólo se percibía un leve temblor...


Cuando se quedó sin palabras, descubrió que en cambio seguía teniendo lágrimas, y no le quedó más remedio que rendirse y llorar.


Mil soles espléndidos, de Khaled Hosseini

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