La tendencia a este enamoramiento de suegra a yerno es harto frecuente y puede manifestarse tanto positivamente como en una forma negativa. Sucede, en efecto, muchas veces, que la sujeto dirige hacia su yerno los componentes hostiles y sádicos de la excitación erótica, con objeto de reprimir más seguramente los elementos contrarios, prohibidos.
Los tabúes son una serie de limitaciones a las que se someten los pueblos primitivos, ignorando sus razones, y sin preocuparse siquiera de investigarlas, pero considerándolas como cosa natural, y perfectamente convencidos de que su violación les atraería los peores castigos.
Si entendemos por tabú toda prohibición impuesta por el uso y la costumbre o expresamente formulada en leyes, de tocar a un objeto, aprovecharse de él, o servirse de ciertas palabras prohibidas, habremos de reconocer que no existe un solo pueblo ni una sola fase de la civilización en los que no se haya dado una tal circunstancia.
Las fuentes verdaderas del tabú deben ser buscadas más profundamente que en los intereses de las clases más privilegiadas; nacen en el lugar de origen de los instintos más primitivos, y, a la vez, más duraderos del hombre, esto es, en el temor a la acción de fuerzas demoníacas. No siendo, originariamente, sino una objetivización del temor al poder demoníaco que se suponía oculto en el objeto tabú, prohíbe el tabú irritar a dicha potencia y ordena apaciguar la cólera del demonio y evitar su venganza siempre que se ha llevado a cabo una violación, intencionada o no.
Poco a poco, va constituyéndose el tabú en un poder independiente, desligado del demonismo, hasta que llega a convertirse en una prohibición impuesta por la tradición y la costumbre, y en último término, por la ley. Pero el mandamiento tácito disimulado detrás de las prohibiciones tabú, las cuales varían con las circunstancias de lugar y tiempo, es originariamente el que sigue: Guárdate de la cólera de los demonios. - Wundt
Los demonios no son, como tampoco los dioses, sino creaciones de las fuerzas psíquicas del hombre. Tanto unos como otros han surgido de algo anterior a ellos.
El tabú hace resaltar un carácter que permanece común a lo sagrado y a lo impuro a través de todos los tiempos: el temor a su contacto.
La prohibición debe su energía, su carácter obsesivo, precisamente a sus relaciones con su contrapartida inconsciente, el deseo oculto insatisfecho, o sea, a una necesidad interior ignorada por la conciencia.
Temen los tabúes precisamente porque los desean, y el temor es más fuerte que el deseo.
El tabú es una prohibición muy antigua, impuesta desde el exterior por una autoridad y dirigida contra los deseos más intensos del hombre. La tendencia a transgredirla persiste en lo inconsciente. Los hombres que obedecen al tabú observan una actitud ambivalente con respecto a aquello que es el tabú. La fuerza mágica atribuida al tabú se reduce a su poder de inducir al hombre en tentación; se comporta como un contagio porque el ejemplo es siempre contagioso y porque el deseo prohibido se desplaza en lo inconsciente sobre otros objetos. La expiación de la violación de un tabú, por un renunciamiento, prueba que es un renunciamiento lo que constituye la base del tabú.
Los neuróticos obsesivos no se libran de una opresión interior sino cambiándola por una coerción de origen externo.
Cuando ha tenido efecto una represión de deseos, queda transformada en angustia la libido de los mismos.
Siempre que existe una prohibición ha debido de ser motivada por un deseo.
Los motivos que impulsan al ejercicio de la magia, resultan fácilmente reconocibles: no son otra cosa que los deseos humanos. Habremos únicamente, de admitir, que el hombre primitivo tiene una desmesurada confianza en el poder de sus deseos.
La imagen refleja del mundo interior se superpone, en la época animista, a la imagen que actualmente nos formamos del mundo exterior y la oculta a los ojos del sujeto.
Si aceptamos la evolución antes descrita de las concepciones humanas del mundo, según la cual la fase animista fue sustituida por la religiosa, y ésta, a su vez, por la científica, nos será también fácil seguir la evolución de la «omnipotencia de las ideas» a través de estas fases. En la fase animista se atribuye el hombre a sí mismo la omnipotencia: en la religiosa, la cede a los dioses, sin renunciar de todos modos seriamente a ella, pues se reserva el poder de influir sobre los dioses, de manera a hacerlos actuar conforme a sus deseos. En la concepción científica del mundo no existe ya lugar para la omnipotencia del hombre, el cual ha reconocido su pequeñez y se ha resignado a la muerte y sometido a todas las demás necesidades naturales. En nuestra confianza en el poder de la inteligencia humana, que cuenta ya con las leyes de la realidad, hallamos todavía huellas de la antigua fe en la omnipotencia.
Como siempre sucede, muestran los autores un mayor acierto en las críticas de que se hacen objeto unos a otros, que en la parte positiva de sus trabajos.
No acertamos a ver por qué un instinto humano profundamente arraigado habría de necesitar ser reforzado por una ley. No hay ley para ordenar al hombre que coma y beba o para prohibirle introducir sus manos en el fuego. Los hombres comen, beben y mantienen sus manos lejos del fuego instintivamente, por temor a los castigos naturales y no legales que se atraerían conduciéndose en contra de su instinto. La ley no prohíbe sino aquello que los hombres serían capaces de realizar bajo el impulso de algunos de sus instintos. Lo que la Naturaleza misma prohíbe y castiga no tiene necesidad de ser prohibido y castigado por la ley. Asimismo podemos admitir sin vacilación que los crímenes prohibidos por una ley son crímenes que muchos hombres realizarían fácilmente por inclinación natural. Si las malas inclinaciones no existieran, no habría crímenes, y si no hubiera crímenes, no habría tampoco necesidad de prohibirlos. De este modo, resulta que en lugar de deducir de la prohibición legal del incesto la existencia de una aversión natural hacia el mismo, deberíamos más bien deducir la de un instinto natural que impulsara al incesto, admitiendo asimismo que si la ley reprueba este instinto, como tantos otros instintos naturales, es porque los hombres civilizados se han dado cuenta de que su satisfacción habría de ser perjudicial desde el punto de vista social. – Frazer
Si el animal totémico es el padre, resultará, en efecto, que los dos mandamientos capitales del totemismo, esto es, las dos prescripciones tabú que constituyen su nódulo, o sea, la prohibición de matar al tótem y la de realizar el coito con una mujer perteneciente al mismo tótem, coincidirán en contenido con los dos crímenes de Edipo, que mató a su padre y se casó con su madre, y con los dos deseos primitivos del niño, cuyo renacimiento o insuficiente represión forman, quizá, el nódulo de todas las neurosis.
El individuo concibe a Dios a imagen y semejanza de su padre carnal, su actitud personal respecto a Dios depende de la que abriga con relación a dicha persona terrenal y que, en el fondo, no es Dios sino una sublimación del padre.
Nos aconseja la psicoanálisis que creamos a los fieles que nos hablan de Dios como de un padre celestial, lo mismo que en épocas remotas hablaron del tótem como de un antepasado.
Tótem y tabú, de Sigmund Freud