lunes, 23 de julio de 2012

Biografía del hambre

Es notorio que no entiendo nada sobre la materia: mi opinión es la menos interesante del universo. Eso, no obstante, no significa que no tenga una opinión.

Por hambre yo entiendo esa falta espantosa de todo el ser, ese vacío atenazador, esa aspiración no tanto a la utópica plenitud como a la simple realidad: allí donde no hay nada, imploro que exista algo.

<<Demasiado dulce>>: la expresión me parece tan absurda como <<demasiado bonito>> o <<demasiado enamorado>>. No existen cosas demasiado hermosas: sólo existen percepciones cuyo apetito de belleza es mediocre.

Si Dios comiera, comería azúcar. Los sacrificios humanos o animales siempre me han parecido una auténtica aberración: ¡qué despilfarro de sangre para un ser que se habría sentido la mar de feliz con una avalancha de caramelos!

Necesitaba que me tomaran en brazos, que me abrazaran con fuerza, tenía hambre de sus ojos posados sobre mí.

Dios estaba presente en el hecho de tener constantemente sed de la fuente, esa virulenta espera mil veces saciada, satisfecha hasta el éxtasis inagotable y que, sin embargo, nunca quitaba la sed, milagro del deseo culminante en el culminante goce.

El paso del tiempo anunció su color de naufragio.

Los habitantes de jamás no tienen esperanza. El idioma que hablan es la nostalgia. Su moneda es el tiempo que transcurre: son incapaces de ahorrar y su vida se dilapida hacia un abismo llamado muerte y que es la capital de su país.

Los jamasianos no creen que la existencia sea un proceso de crecimiento, una acumulación de belleza, de sabiduría, de riqueza y de experiencia; desde el momento de nacer, saben que la vida es disminución, pérdida, desposesión, desmembramiento. Se les otorga un trono con el único objetivo de perderlo.

Yo amaba a aquellas que me hacían soñar, a aquellas cuyos hermosos ojos desintegraban los puntos de referencia, a aquellas cuyas pequeñas manos te llevaban hacia misteriosos destinos, a aquellas que te proporcionaban la exaltación a través del olvido; ellas, en cambio, amaban a las que tenían éxito.

Mamá encontraba su orgullo en esa cosa hueca llamada mi inteligencia, elogiaba lo que denominaba mis triunfos: ¿acaso aquellos prestigios eran yo? Yo no lo creía. Yo me reconocía en mis sueños y en los sufrimientos de mis noches de asma, en las que me creaba visiones sublimes para huir del sofoco: mi boletín de notas no era mi carnet de identidad.

Amaba con un amor auténtico a la exquisita Juliette –oh, maravilla, ella me amaba igual que yo la amaba, sin condiciones, me amaba por lo que yo era, dormía a mi lado y me amaba cuando tosía por la noche: había sitio en este mundo para un amor de verdad.

La muerte contenida dentro de la vida me asustó.

Mi felicidad sólo podía compararse con mi angustia.

Las orquestas de la futura nostalgia tocaban ya sus instrumentos.

Yo me sentía despavorida de sufrimiento. No era la primera vez en mi vida que se producía el apocalipsis. Pero para semejantes desgarramientos no existía ningún mecanismo de costumbre, sólo una acumulación de dolores.

No recordar lo que te había conmovido, por leve que fuera, era un crimen que demasiadas personas cometían a mi alrededor.

Me habría gustado tanto ser así: algo indeterminado, libre de volar hacia cualquier parte. En lugar de eso, permanecía encerrada dentro de mi cuerpo hostil y enfermo y dentro de una mente obsesionada con la destrucción.


Biografía del hambre, de Amélie Nothomb

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